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Foto del escritorMaria del Mar Arellano Rudd

Entre rejas, los conjuntos residenciales encierran los miedos

UN periódico N.o 222 – Universidad Nacional de Colombia




La imposición del mercado inmobiliario, un estilo de vida basado en lo privado y exclusivo, y un imaginario de seguridad a partir del aislamiento, entronizan al conjunto cerrado como la nueva célula base del crecimiento en las ciudades contemporáneas.



En 1986 me invitaron a escribir la introducción del libro Testimonio, catálogo de la x Bienal de Arquitectura Colombiana que se llevaba a cabo ese año. Allí intenté señalar un modelo de ciudad que comenzaba a consolidarse y se basaba en agrupaciones de vivienda en conjuntos cerrados:

Es un fenómeno reciente [...] que tiene una incidencia peligrosa en la estructura urbana, ya que crea sectores cerrados, islotes inaccesibles dentro de la ciudad, a la vez que los centros de las ciudades van perdiendo sus bases poblacionales y el tradicional control social sobre el espacio público. La ciudad se convierte en una árida y degradada tierra de nadie.

Más de diez años después, en Bogotá fragmentada: cultura y espacio urbano a fines del siglo xx, quise revisar esas afirmaciones sobre la ciudad y enfatizar en dos aspectos: la penetración en el gusto del comprador a través de los medios, y la nostalgia académica por la ciudad tradicional que nos impedía ver la nueva ciudad extensa, fragmentada y compuesta por los enclaves cerrados que se estaba construyendo: conjuntos de viviendas y centros comerciales. Resulta asombroso que 35 años después de aquella x Bienal de Arquitectura, y más de 20 después de Bogotá fragmentada, la reflexión académica sobre el hecho urbano se oriente en el mismo sentido y se nutra de las mismas palabras, mientras la ciudad se construye día a día, ajena a esa reflexión, con base en islotes cerrados que fomentan todo tipo de actitudes excluyentes e individualistas. ¿Qué ocurrió en el modo de vida y en el gusto de los ciudadanos en esos años? Sin duda, ambos aspectos fue- ron permeados por el imaginario de seguridad a partir del encierro y el aislamiento que los medios y la finca raíz coincidieron en mostrar como ideal de vida en la ciudad moderna, o por lo menos como respuesta a la “ciudad del miedo”, ante la cual hay que encerrarse.


Se estima que el 40 % de los hogares de Bogotá vive en más de 3.500 conjuntos cerrados.
Se estima que el 40 % de los hogares de Bogotá vive en más de 3.500 conjuntos cerrados.

. EL CONJUNTO DE VIVIENDAS NO ES EL BARRIO

Desde los años ochenta la academia trata de señalar repetidamente la falacia de ese argumento basado en la seguridad, y le contraponíamos la experiencia de la ciudad tradicional, la de vecinos, actividades, comercios y gente: un tejido cuyas bases son la solidaridad, mientras el control social y su territorio es el espacio público. Sin embargo la ciudad se construye hoy con base en el miedo y la respuesta es el encierro, las rejas y los muros que contienen una población dividida en la que reina la desconfianza, el temor al otro, al diferente... El concepto de conjunto cerrado de viviendas es muy distinto al concepto de barrio; aunque en última instancia en el barrio también hay una uniformidad económica, esta no implica exclusividad, como ocurre en el conjunto cerrado. En el barrio hay múltiples actividades: vivienda, comercio, recreación, servicios y producción, a diferencia del conjunto, que contiene viviendas y alguna circunstancial (y también excluyente) actividad recreacional. Históricamente los barrios mantuvieron una estrecha relación con el centro, dependían mutuamente y conformaban un “todo-ciudad”; allí no había dudas de identidad: ser del barrio significaba ser de la ciudad y las representaciones sociales que conducen al imaginario urbano eran claras, nítidas. El conjunto de viviendas no es el barrio, su articulación no es con la ciudad toda; los islotes cerrados de vivienda encuentran su complemento en otro islote, mucho más cerrado aún: el centro comercial, sitio de encuentro, o por lo menos de compras-recreación, una cápsula para el consumo que se señaló como un pretendido reemplazo del centro de la ciudad. Sin embargo el centro de la ciudad es de todos, las normas que rigen no las imponen los propietarios particulares o la empresa del centro comercial, sino que son las leyes del Estado. El centro de la ciudad es, entonces, la expresión más clara de la identidad urbana, síntesis de lo colectivo y lo público. Más allá del comercio y la recreación, el centro contiene y muestra la estructura de la comunidad, allí se expresan (y se expresaron en el tiempo) las fuerzas que mantienen la cohesión y el tejido de la sociedad.


IMPOSICIÓN DEL MERCADO INMOBILIARIO


Hay dos modos de entender el gusto por la vida en con- juntos o sectores cerrados: uno es el afán de “exclusividad”, referido principalmente a las clases económicas más altas que buscan la convivencia con sus “iguales” en una identidad de clase, ajena a la identidad de la ciudad. El otro modo evidencia que la opción por vivir en con- juntos cerrados está dada por el mercado inmobiliario, la oferta de viviendas y las posibilidades de los compradores; en palabras cotidianas, “es lo que hay”, que está signado por la economía y la facilidad que representa para las empresas constructoras la estandarización y la repetición de modelos, en un proyecto amparado por el imaginario de seguridad que extiende indefinidamente la ciudad en una anodina continuidad, en un territorio que, como ya se observaba desde 1986, constituía verdaderas “tierras de nadie”, inseguras y carentes de identidad.

Pero si se observa con cuidado esa enorme extensión de la ciudad de los conjuntos –se estima que más del 60 % de la población colombiana vive en propiedades horizontales–, se ve que en muchos de los vacíos entre ellos se filtra la ciudad tradicional y se constituye una nueva y muy propia “tipología urbana”, identificada por la mezcla de conjuntos cerrados y ciudad tradicional, esa que desde el conjunto llaman “el barriecito”, donde, más allá del diminutivo y sus connotaciones peyorativas, encuentran el comercio y los servicios de primera necesidad sin la estridencia del centro comercial, accesibles y enmarcados en la familiaridad de la vida de barrio: la tienda, el montallantas, la panadería. Hay rasgos de la identidad que, afortunadamente, se resisten a desaparecer.



El imaginario de seguridad a partir del encierro y el aislamiento también ha hecho que proliferen los centros comerciales, de los cuales se calcula que en 2018 funcionaban 244, en 60 municipios del país.



fotografías por: Nicolás Bojacá/Unimedios


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