A Nata
Un pasaje de ida En ese entonces, el único sentido que tenía para mí la palabra base era su connotación militar y pasé muchos años sin entender que base significa cimiento, la parte más baja, la que está en contacto con la tierra como la raíz del árbol. Tener una base es estar en un lugar que es parte de la propia intimidad, es saber a dónde referirse y a dónde volver. El término viaje sugiere la idea de un regreso, como si más tarde o más temprano, a través de un recorrido directo o con desvíos, siempre hubiera un retorno a ese lugar, donde el destino final coincide con la seguridad emocional del punto de partida.
Por eso, a una travesía sin retorno le damos otro nombre: migración o desplazamiento, palabras que no sugieren la alegre aventura de un viaje. Si el itinerario de ida se hace con la certeza del imposible regreso, entonces lo llamamos exilio.
Sabía que tarde o temprano tendría que marcharme, aunque no quería pensarlo. Me fascinaba la vida en Buenos Aires, su gente, sus actividades infinitas y sus espacios llenos de emociones. Aunque quizás lo que me gustaba era mi vida con los amores y los afectos que se tejen a través de los años mientras la ciudad se va convirtiendo en historia, en el marco que da sentido a la existencia.
También amaba las actividades de la ciudad insomne, las charlas con amigos en el bar La Paz o las discusiones ideológicas que en esos años mediatizaban todas las actividades y que fueron el motivo de este viaje o exilio, el nombre ya no importa. Por último, amaba y sigo amando los lugares de aquella ciudad.
Por eso, caminar hoy por un parque de Buenos Aires, entre los árboles enormes y sin hojas en una helada tarde con sol de invierno, no es para mí una experiencia, sino la emoción de haber vivido otra emoción anterior y puedo decir lo mismo de esas noches de verano cuando el aire húmedo parece hervir en la Costanera del Río de la Plata, entre pescadores solemnes, parejas abrazadas, olor a carne asada y el estruendo de los aviones que aterrizan en el vecino Aeroparque.
Muy temprano en la mañana, antes de que abriera el comercio, esperaba el 68 para ir a la Policía Federal a recoger el pasaporte que una semana antes había solicitado. -Hay que tener el pasaporte vigente, nunca se sabe qué puede pasar, nos decíamos unos a otros. Ese día me lo entregaban.
En el colectivo iban muy pocos pasajeros y el conductor oía la radio: música militar. -¿Qué es esa marcha?, le pregunté. -El golpe, los militares dieron golpe de Estado. Recogí el pasaporte. De pronto el viaje fue una realidad indiscutible, iría a Colombia donde vivía Pedro, un compañero de universidad y amigo de los años de estudiante. -Si la cosa se pone peor, te vienes, me había dicho una vez.
Conocía Colombia porque había estado como turista un año antes y regresé alucinado con la costa Caribe: Cartagena, Santa Marta, calor y gente afable; También había estado con Pedro en su apartamento en Bogotá, una ciudad fría trepada a un altiplano andino; allá iría a buscarlo.
Cuando me informaron que para ingresar a Colombia era necesario tener un pasaje de salida del país o de vuelta al punto de origen, escogí un irreal destino a Panamá. Entonces entendí que el regreso a Argentina ya no sería posible. Esa noche lloré a todos y a cada uno de los afectos, los amores, los lugares, las conversaciones políticas que quedarían resonando en los rincones del bar La Paz, los susurros de amor que aún se enredaban en las sábanas, los gritos desaforados en la montaña rusa del Italpark; lloré por una historia que se rompía y por la angustia de otra historia que comenzaba. Lloré porque mi vida se partía en dos, como un tren que deja vagones en una estación y continúa su marcha.
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